9.3.10

El Examen (Javier López Menacho - Nuevas formas y Nuevos ámbitos)

El examen.

C
orre Abril de 1970. En el aula, ha comenzado el examen hace dos minutos. Es la prueba definitiva de Historia. Por el corredor deambulan alumnos que no saben si presentarse o no. Si lo hacen, se arriesgarán a completar un ejercicio pésimo, si no, lo más posible es que marchen junto a otros compañeros a tomar tequila hacia un bar cercano. Muchos andan pensando ya en el mundial de fútbol, que asoma a la vuelta de la esquina. Quién ha estudiado, sin embargo, está en su pupitre manos a la obra. El profesor, como acostumbra, deja cinco minutos de margen por si existen rezagados. Justo cuando se dispone a cerrar la puerta, Rodolfo embutido en su traje espacial llega listo para realizar el examen. Su caminar es lento y pesado, al estilo de un rinoceronte. El profesor se impacienta y deja caer una señal, con sus dedos índice y corazón, se golpea dos veces la muñeca de manera leve. Rodolfo asiente, pero el visor apenas se mueve y el profesor ni siquiera lo percibe. “Venga hombre”, comenta a su llegada. Y Rodolfo acelera el paso, pero a tal velocidad que su autocontrol disminuye y eso provoca que acceda al aula arañando el marco de la puerta con un saliente del tanque de propergol que lleva sujeto a la espalda. El impacto, un chirrío que despega del papel la mirada de algunos alumnos. El profesor, molesto, cierra la puerta a su espalda.
Bajo el casco, Rodolfo suspira aliviado. Adelantó su despertador dos horas con tal de acudir a clase debidamente equipado. La ayuda de su madre y su hermana ha resultado fundamental para enfundarse el traje y poder llegar a tiempo. Poco a poco, consigue calcularlo mejor. Intenta encontrar dos asientos vacíos, el suyo y el situado justo a su espalda, donde apoyará el tanque de propergol. La distribución del alumnado es asimétrica, y de igual manera que en otros exámenes, existe una alta ocupación de las filas traseras y un lento goteo en las primeras.
Tratándose de un aula universitaria, las mesas yacen físicamente unidas, inseparables. Las filas varían de altura, de menor a mayor, conforme te acercas al final. La mesa del profesor deprimida hacia lo más bajo del aula. El profesor ha impuesto entre alumnos una diferencia mínima de un asiento. El azar condiciona la elección de Rodolfo, que deberá situarse céntricamente entre la fila tres y la cuatro. Para llegar, deberá pedir permiso a Selena y a Rafael, que se situaron más cerca del pasillo. Primero habrá de salir Selena al pasillo, después Rafael, entonces Rodolfo se desplazará fila adentro y Rafael volverá a su sitio y más tarde Selena ocupará su asiento, y a Rodolfo le recuerda el procedimiento al que emplea para reordenar sus libros de astronomía.
Pero Selena es de las que aún no han despegado la vista del papel, y además, se coloca tapones en los oídos porque el ruido estorba su concentración a la hora de hacer los exámenes, así que ni siquiera ha advertido la presencia de Rodolfo, que va acercándose hasta su vera subiendo las escaleras con esmero. Selena, concentrada en su examen, repasa las preguntas una vez más. La tercera conlleva cierta dificultad. El papel no está del todo satinado ¿será reciclado? Rodolfo lamenta interrumpir la escena, pero necesariamente ha de hacerlo si no quiere perder más tiempo del que dispone para completar el examen. Emite un ruido, “shhhhe”, pero el casco amortigua tanto el sonido que es como si nunca hubiera existido. Selena ni se entera. Entonces, opta por usar el micrófono interno del traje, necesario en este tipo de situaciones. “SELENA ¿ME DEJAS PASO, POR FAVOR?”, retumba en la sala. Selena asustada, le mira con pavor. Los alumnos lo miran. Rodolfo ha olvidado ajustar el volumen, hace tiempo que no usaba el micrófono interno. Lo hace ahora. “Selena, ¿me dejas paso, por favor?”, repite, y suena robótico, pero a un volumen mucho más moderado. Desde abajo, el profesor observa con recelo. Selena sale al pasillo, Rafael, atento, repite la operación. Entonces, al fin, Rodolfo puede pasar.
Rodolfo se gira de lado y lo intenta, el espacio es estrecho, o al menos, estrecho para su volumen, para Selena o Rafael por ejemplo es ancho. En su primera tentativa, el tanque de propergol queda encajado entre las mesas de arriba y abajo. Cualquiera me saca ahora. Con empeño, fuerza el tanque hacia arriba y consigue apoyarlo de espaldas sobre las mesas de adelante, y así llega a su asiento. Lo hace maltratando los exámenes de los compañeros que descansaban sobre la mesa, arrastrándolos hasta que finalmente la gravedad los precipita hasta el suelo. Afortunadamente ninguno había comenzado a escribir.
Acude el profesor, que reparte un nuevo examen a Selena. Y otro a Rafael. Y uno más para Rodolfo. Cabreado, con sus ojos repletos de ira, se dirige a este último y le dice firme y en voz baja: “Ni una más, ¿entendido?”.
Rodolfo lee detenidamente el examen. Cinco preguntas. La primera la sabe. La segunda solo a medias. De la tercera ni idea. Con la cuarta podría sacar algo. La quinta es tipo test y alberga dudas. Hace cálculos. Entre el cuatro y el seis podría ser su nota final. Si ayer no hubiera estado viendo ese documental sobre el sistema solar… “Bueno, llegar a la luna también fue un largo camino repleto de trabas”, y aúna optimismo, y se dispone a escribir.
Pero Rodolfo ha olvidado los bolígrafos. Suele traer dos en el compartimento del pecho, excepto hoy, que no acordó con las prisas, “Ni una más, ¿entendido?”, resuena en su cabeza. Se agobia y entra en calor. Le cuesta respirar. Conecta la bomba de oxígeno con tal de airearse. Sobre la clase resuena un lento ejercicio de respiración.
Inspira… expira. Mira hacia delante y distingue sentada a Cristina. La diosa fortuna, se dice, Cristina siempre tiene bolígrafos. Y ese cuerpo tan hermoso. La llevaría hasta la Luna si ella lo pidiera. La imagina despertando a su lado, y confesando, “Rudy, te amo”. Pero no, ahora tan solo debe pedirle un bolígrafo. Con la mano, toca su hombro, Cristina se gira. Por señas, le indica: “Yo”, se señala el pecho, “No”, oscila con el índice hacia ambos lados, “bolígrafo”, y hace el gesto de quién escribe en el aire, sin sujetar nada en la mano. “Ah”, dice ella, rebusca en su cartuchera, “Solo tengo uno rojo”, susurra, “Bueno”, parece indicar Rodolfo, que se conforma encogiéndose de brazos, le pasa el bolígrafo, es tan bonita, Rodolfo intenta acariciar su mano, como en código interno, como mandándole una señal intergaláctica, pero el guante es enorme y consigue molestarla más que otra cosa y Cristina se gira y continúa a lo suyo.
Por fin, un bolígrafo. Aunque debería haberse traído los guantes para operaciones especiales, la letra le sale enorme. Si no la ajusta, se queda sin folio y ya dijeron que para este examen no darían más papel, que habría que aprender a administrarse. Sin folio no hay preguntas bien hechas, sin preguntas bien hechas no hay aprobado, sin aprobado, no hay carrera, pero si ajusta la letra, tardará más, y si tarda más, se queda sin tiempo, y sin tiempo, no hay aprobado, y sin aprobado, tampoco hay carrera, y se siente perdido y flotando en un agujero negro.
Es demasiado tarde para pedir una prueba oral, el profesor gira alrededor de su órbita. A veces lo ve, a veces no, como les suceden a algunos satélites. Debe hacer el examen, esforzarse al máximo, intenta escribir con cirujana precisión, con más esmero del que nunca ha mostrado, orgulloso, tarda, pero llega casi al final.
Quedan pocos alumnos en el interior del aula. Se distingue un aliviado murmullo procedente del exterior. Aún le hace falta un plus para aprobar, la cinco, la pregunta cinco bien contestada, la del tipo test. Tiene que saberlo a toda costa. Si tan solo alguien pudiera ayudarle, indicarle a ciencia cierta. Rafael quizás. Es buen estudiante, y también buena gente, a veces charlan justo antes de entrar a clase. Podría ayudarle, sí. Con un gesto, un solo gesto. Espera a que Rafael mire. “Rafa, no jodas”. Hay veces que si miras mucho a una persona, tarde o temprano corresponde, aunque ésta ande ocupada, como si fuerzas de otro planeta así lo quisieran. Lo mira con fijación, concentrando su pensamiento, intensificando los sentidos. El profesor permanece ahora en su asiento, consultando los exámenes que descansan ya sobre su mesa. “Veeeenga Rafa gírate”, suplica Rodolfo durante un rato. Y entonces, Rafael se gira y mira.
Con un aleteo del brazo pretende mantener su atención, “Eh”, y siente la tentación de pulsar el micrófono interno y gritar, pero no lo hace y se inhibe como un grito en el espacio. Por suerte, Rafael se ha percatado. O eso parece. ¿Es la “C”? pregunta arqueando la mano como la pezuña de un dinosaurio. La “C”, insiste fijando la pezuña en el aire, considerando que, habiendo sólo una tipo test, Rafael debe entenderlo perfectamente, sí, asiente Rafael, sí, sí. Repite asintiendo con la cabeza, “es esa”, lee en sus labios. ¡Sí! Es la C, ¡la C!, y Rodolfo se apresura a señalar la casilla correspondiente justo cuando el reloj marca la hora en la que concluye el examen.
En ese momento, escucha una silla arrastrarse. Eleva la mirada y entiende que es el profesor quién retiró la suya hacia atrás. Ahora se ha puesto en pie, y poco a poco, sube las escaleras dirigiéndose hacia él. Por la cabeza de Rodolfo surgen dudas del tamaño de un asteroide. Mira de nuevo al profesor. Su mirada es impermeable y exhibe un gesto de media sonrisa ¿Aliviado porque recoge los exámenes o satisfecho de haberlo sorprendido pasando el límite? Suspira, podría pulsar el propulsor, activar el tanque de Propergol y desaparecer por la ventana, podría huir del aula y de esta universidad, de este planeta, de esta galaxia, de este universo, pero cómo en casa explicarlo luego.

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