9.3.10

Pantallas en el desierto (C.Chacón)

Todo está oscuro hasta que se abre una puerta: entonces vemos el exterior, refulgente y tórrido, el desierto allá afuera, unos matorrales azotados por el soplo de 1886 en Texas, por cuyo horizonte camina la silueta de un hombre fuerte pero derrotado, como un roble quebrado por el viento. El aire es amarillo y la tierra marrón –el azul del cielo apagado, casi blanco-, con unos tonos dorados que nos abrasan las pupilas. No importa que ese desierto tenga ya más de cincuenta años, porque conserva toda su fuerza y nos hace entornar los ojos para que su violencia no nos ciegue. Fuera de la pantalla se extiende otro desierto, esta vez blanco y no vacío, sino saturado de música y personas y trajes y aparatos no identificables y dinero y anuncios promocionales, una extensión amplia con una luz y temperatura invariable, el mismo aspecto durante los doce meses del año, sin ventanas al exterior: nunca cambia nada en su centro comercial de confianza donde sus sueños se hacen realidad.

Dos metros más allá de la enorme pared donde se despliegan decenas de televisores una puerta se abre. Al contrario que en la pantalla -en la que ahora podemos verle el rostro al derrotado de camisa azul-, esta puerta de la séptima planta del centro comercial se abre y enmarca una oscuridad absoluta, y parece como si la negritud contaminara el resto del espacio.

Entonces una figura pequeña y frágil surge de la oscuridad y queda bañada por los haces implacables de las luces fluorescentes. Apenas ocho años, desnuda, con el pelo rubio y largo y enmarañado, la piel blanquísima y sucia. Cuando entra en el recinto comercial cierra los ojos, como si le quemasen, y arruga la frente ante la música esquizofrénica.

Nadie repara en ella en un primer momento. Se acostumbra un poco a la estridencia del lugar y ahora observa detenidamente las pantallas, los hombres trajeados, los números verdes y tambaleantes de las cajas registradoras, el suelo brillante. Empieza a caminar asustada, como un domador de leones inexperto, y no sabe distinguir los productos, sólo sabe que esa marea sónica le está sumiendo en una confusión cada vez mayor.

Si hubiese detenido la mirada sobre uno de los televisores de la sección en la que ahora se encuentra hubiese podido ver otra versión suya, la versión futura: tal vez cuando crezca se parezca a Daryl Hannah besando a Tom Hanks en Madison Street o en un supermercado, haciendo lo que ella misma hace ahora mismo: intentar descifrar ese desierto abrumador y tan lleno de todo. También Hannah va desnuda, pero es un desnudo diferente, sin duda menos ofensivo que el de una niña que ahora, indefensa, empieza a hacer pucheros porque no entiende nada.

Pero todavía no la ha visto nadie: es pronto y todavía no hay mucha gente. Los consumidores se agrupan, poco a poco, frente a los televisores, y murmullan extrañados. Contemplan algo que la pequeña no puede ver. Parecen indignados y cuando algunos se apartan para proseguir con sus compras, entonces sí puede verse a sí misma en las pantallas, en una, cinco, veinte ventanas luminosas. Los monitores, conectados a una cámara que enfoca hacia ella, la trasladan al mosaico gigantesco de imágenes que se emiten desde la pared y donde los precios, marcados en rojo, se relamen, lascivos, ante los consumidores.

Ella no entiende lo que ve, se asusta y empieza a llorar, cada vez más desconsolada. Busca a su alrededor sin llegar a encontrar a nadie y es entonces cuando, poco a poco, la gente se da la vuelta y observa, personificada, la imagen que hasta hace poco los televisores de treinta y dos pulgadas escupían. Abren mucho los ojos y la boca ante el espectáculo, como si un personaje de ficción se hubiese corporeizado en aquella cuna blanca y fría. Se le acercan y le ofrecen ayuda y demasiadas preguntas, pero ella mira de nuevo a las pantallas: en ellas la niña llora desconsolada ante desconocidos y mira fijamente a un punto que la cámara doméstica no capta.
Mezclada con su propia figura, otros televisores le muestran la imagen de un pelotón que avanza a través de la selva, abriéndose paso entre disparos y bombas que estallan. Uno de los soldados coge a una niña en brazos. Le parece que es ella. Sí –piensa-, esa soy yo, pero de nuevo cambia de pantalla y se vuelve a ver sola ante un corro de gente que se va estrechando, también los soldados están acechados por un cerco constrictor y por eso emprenden la huida con una niña en brazos. Así que deja de mirar a las pantallas y echa a correr, empujando a un par de curiosos y llorando, desnuda y blanca y sucia bajo la luz artificial que cae como radiaciones de una bomba suave que parece quemarle la piel.

Los dependientes no saben qué hacer, no pueden abandonar su puesto, y por eso observan la escena como estatuas, alguien llama a seguridad, y mientras la niña corretea por los pasillos de la planta –caminos marcados- llegan dos tipos de uniforme y con porras.

Los curiosos y los jefes de planta señalan hacia la niña y enseguida el cuerpo de seguridad repara en el problema. Cabría esperar un gesto de tranquilidad –es sólo una niña-, pero en vez de eso ambos dibujan un rictus de incomodidad en sus caras.

Intentando recordar una delicadeza olvidada, se acercan a la pequeña y le cierran el paso. Ella, con las mejillas mojadas, mira a su alrededor como un gato que sabe que no tiene escapatoria. Ellos se acercan cada vez más, y en ese momento –una mano por delante, como quien ofrece algo de comida- parecen integrantes de alguna patrulla de limpieza o de cazadores de perros salvajes.

De pronto una música brota de los televisores, una música familiar para ella, porque el llanto se interrumpe y la busca con la cabeza alzada, en el aire, como si la melodía fuese un avión de papel que pudiese interceptar. Pero en el aire no flota nada, ese jazz jueguetón fluye líquido y parece no encontrar ningún desagüe, rebota una y mil veces en la cabeza de la niña: un eco ensordecedor. A lo lejos, por un pasillo que se pierde por detrás de las escaleras mecánicas, aparece un oso enorme y gris que camina entre los ordenadores portátiles y los reproductores mp3. Con sus patas traseras, descomunales, va tirando los productos acumulados en las estanterías, y mira directamente a la niña, parece ir directo hacia ella. Nadie más se da cuenta de la aparición del tremendo animal y ella se asusta cuando, de repente, aparece una pantera en el otro extremo de la planta. De un salto perfecto se coloca encima de una estantería y se tumba, observándola. Más allá, el oso se alza y se pone a bailar y, señalándola con un dedo, le dice “soy un oso dichoso, soy un oso feliz”. A continuación se come un plátano.

Ella ha dejado de llorar, comienza a reírse, y echa a correr hacia el oso, pero alguien la agarra del brazo y el swing se acaba, vuelve a estar sumergida en un ritmo sucio y banal y la sujetan fuerte y la quieren coger por la cintura, pero ella patalea con todas sus fuerzas, araña caras, grita y se revuelve con todas sus fuerzas y busca a la pantera pero ya ha desaparecido. La dejan caer al suelo y se tuerce el tobillo, pero sigue peleando y luchando hasta que uno de los dos agentes de seguridad uniformados saca la porra y, de un golpe húmedo, la tumba.

Una mujer recrimina la violencia del agente de seguridad. Algunos curiosos se unen a la queja. Él, sin embargo, hace caso omiso y, cumpliendo algún extraño augurio, coge a la niña en brazos entre la multitud que le acosa, mientras su compañero se justifica e intenta dispersar al público.
Desaparecen por la misma puerta por la que, unos minutos antes, la niña apareció, y entonces la imagen se detiene porque ya no tengo que ver nada más, me han mostrado toda la cinta y esperan que pueda explicar lo que ha pasado, pero no puedo. Lo que sí que sé es que la niña está bien –me lo ha dicho el comisario- y que existe una investigación en curso, así que debo responder a las preguntas de la policía, que nunca ha tratado con un caso así. Me aprietan un poco más y, ante la imagen congelada del monitor donde se ha reproducido toda la escena, me piden una explicación, al fin y al cabo soy familiar de esa niña pequeña y blanca y sucia que apareció ayer en el centro comercial. Aunque no sepa qué ha ocurrido, tiene sentido que me lo pregunten. Debería tener una explicación porque esa niña que aparece ahora en la pantalla es mi hermana.

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