9.3.10

Segona entrega Noves Formes (Carlos Gámez)

UNA HISTORIA DE MUJERES

El día en que la vi aparecer como una diosa en la pantalla de mi televisor reconozco que miraba mucha telebasura. Había abandonado a mi novia porque estaba harta de que me regalara esas camisas de leñador Dunderdon que tanto me gustan, además de chaquetas Carhart, bambas Adidas, vaqueros Wrangler y otras prendas de mis marcas preferidas en esa actitud suya tan maternal que había acabado por difuminar la ilusión. Me sentía comprada. Así que corté con ella de un día para otro. Sin darle explicaciones me fui de su casa y busqué un pisito pequeño pero acogedor donde, en vez de salir cada noche al Aire y al Arena a pescar con mis amigas bollo, me recluí y me impuse una estricta dieta de helado (Häagen Dazs de chocolate belga a ser posible) y maratonianas sesiones de televisión que sé que no casaban bien con mi virilidad ni con las excursiones por el campo o los paseos en bicicleta.

Fue entonces cuando la contemplé en toda su plenitud, una tarde de abril. Llevaba una camiseta ajustada al cuerpo con cierto aire retro pero evidente estilo de punk descarada. Rubia, oxigenada, la piel blanca, uñas impecablemente cortas, tetas turgentes que gracias a sus exagerados movimientos se vislumbraban a través de la camiseta, piernas fornidas como las de esas profesoras de educación física que tanto me ponen, pero éstas envueltas por unos pantalones vaqueros ceñidos y calzadas con botas Dr Martens de última generación. Se veía a la legua que se trataba de un espécimen sano, saludable y con personalidad. Una mujer a la que hubiera deseado recorrer sus más íntimos rincones con la punta de la lengua en aquel plató.

Se había pintado los ojos de manera que los párpados le proporcionaban una aureola de sinceridad. La combinación con el lápiz de ojos y el rimel de las pestañas resultaba perfecta. Yo no me pinto. No me gusta. Pero como bollo dominante que soy –al menos lo pretendo-, me derrito ante la contemplación de la belleza de una hembra con carácter como era el caso. Una zorra altiva y sin amo. Una forma de sexualidad polimorfa e hiperpotente. Otro tipo de diosa de la belleza. Segura de si misma. Sin concesiones. Me gustaba más allá del morbo que produce la fantasía de desvirgar a una hétero y hacerla penetrar en las placenteras profundidades del sexo lésbico. Y eso que la clara evidencia de que había superado ya la treintena (en ese reality siempre sobreimpresionan la edad de los participantes en cuanto aparecen en pantalla) me hizo sospechar que se había realizado una blefaroplastia y el bisturí había retocado ya esas pequeñas bolsas para dotarlas de una belleza sin igual. Hasta me pareció percibir la línea blanca y delgada que crean las cicatrices de la operación pese a la sombra de ojos. Me excité tanto, que me sentí tentada de apagar el televisor y ponerme a limpiar toda la casa para controlar así las hormonas. Pero no pude.

Leo (en la pantalla había aparecido el horrible nombre de Leonor, tan cursi y caballeresco, junto a sus 32 años, su profesión de química y su residencia habitual en Berlín, pero había dejado claro que nada de Leonor, que a ella todo el mundo la llamaba Leo) había venido al programa engañada, como la mayoría de los personajes que aparecen en estos espacios televisivos. Yo imaginé que había aprovechado el billete de avión para hacer un viaje gratis. El caso es que fue presentada como alguien que había tenido una experiencia parapsicológica. Según palabras de Leo:

-Una experiencia con mi abuela, la madre de mi madre, que fue con quien me crié, quien me enseñó el castellano en la infancia, y cuya presencia noté en su antigua vivienda el mismo día en que la enterramos.

Pero se trataba de una farsa, porque la presentadora, una tipa con gusto horrendo al maquillarse y un tanto estúpida, pasó a preguntarle por la relación que mantenía con su madre.

-Bien.

Respondió fría.

Ahí no quedó la cosa. En realidad el tema del programa era: “¿Tienes problemas con tus hijos?” Y se dedicaba monográficamente a escenificar (qué verbo tan televisivo) el conflicto en las relaciones paterno filiales. En pocos segundo la presentadora ya había pronunciado las palabras mágicas en este tipo de espacios:

-Demos un fuerte aplauso de bienvenida a María, la madre de Leo.

Faltó tiempo para que se abrieran unas extrañas puertas mediante esos falsos mecanismos que rigen en los platós de televisión, y una señora que tenía poco que ver con el estilo de Leo, emperifollada hasta el último pelo de la cabeza, repintada exageradamente, pero que sí, que guardaba cierto parecido físico con ella, se acercó hasta los artificiales asientos en los que se ubicaban los invitados, le dio dos besos que yo envidié en lo más profundo por la fortuna de aspirar el aroma que debía desprender esa hembra, y se sentó a su lado.

La conversación que siguió a continuación, cargada de reproches e incomprensión, fue anodina. La madre quiso saber por qué su hija había abandonado la casa familiar tan joven para irse a Barcelona donde había conocido a un “chico”. Por qué tras vivir varios años con ese chico, su novio, Leo le había dejado sin mediar palabra, sin siquiera darle derecho a réplica al muchacho y se había ido a Berlín con una mano delante y otra detrás. Por qué ahora salía con un ucraniano que, aunque fuera ingeniero aeronáutico, se dedicaba a pintar monstruos que parecían salidos de los relatos de H. P. Lovecraft correteando por los paisajes oníricos de la Polinesia de Gauguin que no le gustaban ni siquiera a ella (aunque ahí Leo estuvo bien, ya no salimos, dijo con sobriedad, lo hemos dejado), para finalizar con la habitual escenita histriónica, sollozo incluido, en la que no faltó el habitual:

-¿Es que no quieres a tu madre?

A punto estuve de apagar la tele, o cuando menos de cambiar de programa. Me sé de memoria ese discurso de las santas madres sufridas que se creen incomprendidas ante las decisiones de sus hijas simplemente porque determinaron hacer las cosas de otra manera.

Por suerte, Leo no hizo caso y se puso a hablar de su vida en Wedding, el antiguo barrio comunista donde vivían sus antepasados berlineses ahora todos muertos, y del fantasma de su tía Isolde que también se le había aparecido, en este caso después de que escuchara unos extraños ruidos en el comedor y encendiera su lámpara Hörnby de Ikea recién adquirida para, según palabras textuales:

-Redecorar mi nueva vida.

Y tras cortocircuitar las bombillas, esa presencia se comunicó con ella a través de la televisión que se encendió de golpe y sólo transmitía interferencias, aunque el sonido era inteligible pese al hormigueo. Porque ella afirmó, según creo recordar, que había ido al programa a hablar de presencias sobrenaturales y no a airear los problemas familiares con su madre, o la patética y anodina relación sentimental de sus padres, aunque ahora lo comprendía todo mucho mejor, la vida de su padre, la huida de Alemania siendo tan joven, recién licenciado, el trauma que le acompañó en el tema tabú del holocausto por haber nacido en 1945, fruto de algún permiso de los que disfrutaría su padre, el abuelo de Leo, para descansar del frente, después de las conversaciones con su tía Isolde o lo que ella pensaba que era el espectro de su tía Isolde, que a lo mejor ni lo era, que se le aparecía mediante la lámpara Hörnby recién adquirida en Ikea y se comunicaba con ella gracias a las interferencias de su aparato de televisión y que le habló de las violaciones que sufrieron las mujeres berlinesas al final de la segunda guerra mundial cuando los rusos entraron en tromba en la ciudad y no tuvieron el mínimo escrúpulo en abusar de todas las mujeres que encontraron a su paso, a veces incluso en violaciones colectivas, y que llevaron a muchos padres a esconder a sus hijas, vírgenes adolescentes, en los altillos de las casas para que no cayeran en manos de los soldados rusos y llenaran de humillación a la familia, pese a que no les importaron tanto las muy similares vejaciones que los soldados alemanes ejercieron sobre las mujeres rusas durante la campaña del Este con la aquiescencia de Hitler; Isolde también le contó como, tras ser sorprendida en la escalera por dos soldados soviéticos que la esperaban en la oscuridad, decidió utilizar sus conocimientos de ruso para hacerse valer entre la tropa y evitar así el sufrimiento de la violación colectiva que los rusos practicaba sin el mínimo decoro, y tras varios intentos frustrados y unas cuantas mañanas de trabajar de Trümmerfrauen, recogiendo los miles de escombros provocados por los bombardeos y contemplando a las alemanas que se prostituían por un pedazo de pan mientras sus maridos se quedaban en casa o eran hechos prisioneros en el frente, y después de trabajar en una factoría en la que los soldados que vigilaban no paraban de hacerle proposiciones día sí y día también, dio caza a un oficial ruso, Boris, rechoncho, culto, que cayó embelesado a sus pies y le consiguió un trabajo de intérprete en el Ejército Rojo y renunció a volver a Moscú cuando le llamaron del Estado Mayor, aunque ella iba a por su superior que resultó no estar muy interesado en las mujeres, y así se inició una relación que Isolde ni siquiera esperaba y que hizo que se acabaran las penurias sufridas hasta entonces, porque así son las cosas, una empieza actuando por interés y después se da cuenta de que la persona entrega mucho más de lo que en un principio se presumía; y él consiguió solventar los problemas con el comité central que supusieron su negativa a volver a Moscú y ella entró a trabajar en una editorial pro comunista, y consiguieron un piso común en la Bernauer Strasse, en el límite entre Mitte y Wedding, después de rellenar los impresos oficiales de la recién fundada República Democrática Alemana y gracias a las influencias políticas de Boris, y pasaron los años y llegó el ascenso de Boris en el ejército mientras ella hacía su vida como reportera en el periódico del partido de la recién creada RDA, y disfrutaron de la vida cultural en Berlín Este (las veladas en el teatro y las cenas en restaurantes reservados exclusivamente para miembros del partido y asesores militares rusos como era el caso), pero vino también la desidia (eso me pareció que dijo, desidia), y las quejas de sus compatriotas sobre los desmanes de los rusos, y las purgas políticas, y los viajes de Boris a Moscú que con los años se volvieron cada vez más frecuentes, no como cuando empezaron y él no estaba dispuesto a separarse de ella, y los enfados de él como asesor de la seguridad del estado de la RDA cuando ella atravesaba la frontera del sector ruso para desplazarse a los otros sectores de la ciudad a visitar a sus amigas, y las sospechas de Isolde de que él veía a otras mujeres, y la tensión entre el Este y el Oeste, y los discursos de los políticos comunistas, y la distancia que ella observaba cada vez más grande en los ojos de él, absorbido por problemas relacionados con el poder, y los días que pasaban tristes, nublados, fríos, en aquel Berlín de la posguerra, y una mañana de agosto, frente a la ventana de su casa común en Bernauer Strasse, el alzamiento de la alambrada que más adelante se convertiría en el muro que separaría Berlín en dos, y Boris que no estaba presente y no le había dicho nada, y la noche siguiente las vueltas en la cama sin poder dormir y sin parar de pensar en las amigas y los familiares del otro lado de la alambrada, y la sensación de desgaste en su relación, y las prolongadas ausencias, y las mentiras y la desconfianza creciente, y por la mañana la ventana de su casa y el cielo de Berlín Oeste frente a ella, y el cuerpo y los recuerdos encerrados en Berlín Este y la cabeza asomada a la ventana que ya pertenece a Berlín Oeste, y entonces el impulso, y el salto al vacío desde la ventana al pie de la cual los bomberos junto a otros alemanes del Oeste la recogieron antes de que cayera al suelo y huyera, y se comprara un piso a cien metros de Bernauer Strasse, en Wedding, el piso donde resultaba que vivía Leo de alquiler, la invitada al reality show que me había puesto a ver por puro aburrimiento, y se le aparecía después de pulsar el interruptor de su lámpara Ikea Hörnby y tras el cortocircuito se encendía la tele y a través de las interferencias del aparato le contaba historias como la que esa tarde nos contó a todos los telespectadores, incluida su madre y la presentadora que se maquillaba con un gusto horrible, y desde este piso Isolde, o el trasunto de un fantasma que se hacía pasar por Isolde, miraba su casa en Bernauer Strasse hasta que tuvo que ver como tapiaban el edificio en el que habían vivido juntos, y sustituyeron la alambrada por un muro y apostaron soldados vigilando las veinticuatro horas del día, y como el edificio resultaba aún muy cómodo para pasar al otro lado, tan cerca del muro como estaba, no tuvieron suficiente con tapiar las ventanas (entre ellas, la ventana desde la que saltó), sino que derribaron los edificios enteros, eliminaron los números 1 al 50 de la calle Bernauer, la calle en que el supuesto fantasma de Isolde fue feliz, que decidió seguir viviendo en su piso de Wedding y nunca volvió a ver a Boris -ni siquiera lo intentó- pero que disfrutó de la dulce nostalgia, y entonces dijo Leo que había notado otra vez ese calor intangible, como en casa de su abuela española en Alcalá de Henares, penetrar en su apetecible cuerpo y llenar todos los rincones de su ser, y pensó que ella estaba dispuesta a hacer algo parecido con su vida. Hasta se estaba planteando pasar de los hombres definitivamente. Eso lo dijo ante la mirada estupefacta de su madre y me entraron unas ganas horribles de irme a vivir a Berlín, de alquilar un piso en Wedding y tratar de encontrarme por casualidad con Leo por la calle y enseñarle las profundidades del sexo lésbico a esa zorra altiva y sin amo para olvidarme de las camisas Dunderdon y las bambas Adidas.

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