16.2.10

La metamorfosis, según... (Alba Solà)

Honoré de Balzac.

Las primeras luces de una mañana fría y húmeda se filtraban por las cortinas mal ajustadas, ahuyentando las penumbras de la habitación donde dormía Gregory Samsa. Éste se despertó sobresaltado, después de una noche de sueño agitado y confuso. Quiso incorporarse, y sintió una suerte de vacilación en su cuerpo, como un extrañamiento inquietante que le impedía el movimiento más automático. Cuando se vio a sí mismo, sofocó un grito de terror: se había convertido en un monstruoso engendro inhumano, en un enorme insecto repulsivo. Sus múltiples patitas, unas doce en cada lateral de su cuerpo, se movían rápida y espasmódicamente, nerviosas e incontrolables. El duro caparazón que ocupaba su anterior espalda le impedía volverse sobre sí mismo. Se quedó unos instantes paralizado, sin saber qué hacer, ni qué pensar.


Virginia Woolf.

Un oscuro presentimiento rasgó como una navaja sibilante el sueño caótico y agitado que habitaba su mente. Los ojos de Gregory Samsa se abrieron despacio, como si no quisieran ver un acontecimiento que, a pesar de ser terrible, resultara irremediable. La inminencia del mundo cayó sobre sus pupilas, pesada como una piedra o como el muro de una prisión. Otra vez de día, otro día, de nuevo. Pero esta vez no era otra vez. Asustado y atónito, paralizado por un estupor que no pasaba en el transcurrir de interminables segundos, Gregory observaba su cuerpo, o lo que quedaba de él: un enorme torso de insecto con múltiples patitas que se agitaban ocupaba ahora la cama; la cama donde un cuerpo humano, su cuerpo, había descansado, o había intentado descansar, sin encontrar reposo. Ahora era él el que ocupaba ese cuerpo extraño y repulsivo. Ese ser monstruoso es, soy yo.


Thomas Pynchon.

Finalmente, la sábana se corre y cae pesada, como el telón de un teatro absurdo, de en un macabro espectáculo de monstruosidades. Y el monstruo intenta levantarse sobre sí mismo. Sus patas se retuercen violentamente en el aire, luchando contra invisibles pájaros que intentan perforar su caparazón, devorar sus entrañas. Suelta chillidos huecos, chirriantes, para ahuyentarlos y devolverlos a sus pesadillas. Los ojos diminutos y negros parecen agrandarse y empequeñecerse al ritmo de sus jadeos ahogados. La habitación está sumida en una calma impenetrable, aplastante, fría. Los primeros rayos de un sol insípido y estéril intentan rasgar las persianas, ahuyentar las sombras para devolverle a una mañana cualquiera, pero la habitación sigue a oscuras. En ella, Gregory Samsa lucha contra sí mismo, contra sus propias patas, contra sus propios jadeos. Los pájaros revolotean en círculos a su alrededor, pacientes; saben que le falta poco para rendirse.

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