1.2.10

Mi versión del origen del incendio (Belén Roldán)

Te estaba esperando. Apareciste cuando apenas quedaba un trago del té en el que había bañado unas galletas, en la cafetería del museo. Cuando me viste yo tomaba notas en mi cuaderno, sentada en una butaca blanca y, antes de eso, había estado observando con interés a un niño y una niña que correteaban frente a mí. Su juego me hizo pensar en algunos tópicos sobre los sexos, se les veía en mundos aparte y puntualmente complementarios. Escribía esas ideas cuando apareciste.

Me levanté en seguida, ruborizada ante la idea de que hubieras estado mirándome un rato antes de acercarte; ahora sé que te gusta mantener siempre los ojos abiertos cuando yo no te miro. Los dos besos en la mejilla me parecieron una especie de aterrizaje y despegue al mismo tiempo. A penas nos conocíamos y hacía un mes de nuestra primera cita más bien amistosa, lo suficiente para saber que éramos libres y que nos teníamos ganas. Por quedarme a solas un momento con el placer del encuentro, te pedí que te adelantaras a la sala de exposiciones, con el pretexto de acabar mi té. Me senté de nuevo un par de minutos y luego, como para vengarme de tu ventaja en la cafetería, entré en la exposición y me fui acercando a ti, por detrás, muy despacio. Estabas muy atento a unas fotografías y, mientras, yo tenía el poder de acecharte sin reparo ni permiso, de explorar a tus espaldas el contorno de tu cuerpo y aprender a reconocerte, a pocos metros de mí y tan a tiro. Yo te observaba y me imaginaba la callada tensión de tu expectativa. Ahora tú me esperabas.

Una de las situaciones que me parece más erótica es la de una segunda cita en el museo. Resulta excitante saberse acompañantes y obligados, por el rol de espectadores de eso otro que se impone, a posponer el momento del verdadero cara a cara, pero bajo el mismo techo. La sala de exposiciones es un recipiente público de intimidades, propicio al origen del deseo. Como en una probeta, permite dosificar la justa medida de presencia y ausencia, de palabra y silencio, de miradas y roces todavía disimulados. Cuando la exposición se despliega además en varios espacios, le suma al juego el éxtasis de las esquinas, los umbrales, los cuartos oscuros en los que la luz de una proyección deja ver lo justo de los cuerpos. Si no acabábamos en la cama aquella noche la culpa no sería mía ni de empezar por ahí.

Ya había anochecido cuando salimos a la calle. Nos esperaba un paseo en moto hasta el centro de la ciudad, conmigo al volante. Pusiste en mis manos decidir sobre los lugares a los que podíamos ir y yo había resuelto dejarlo a la improvisación y algunas ideas sueltas, materiales inflamables por si se terciaba el incendio. Fue un viaje rápido, sin abrazo por detrás, que nos aireó un poco y nos llevó en busca de algún lugar donde el alcohol pudiera propiciar un ambiente relajado para retomar la tarea de conocernos.

Lo encontramos en una terraza en cuya existencia caí cuando la teníamos casi en frente. Era una buena opción, un bar a la intemperie pero resguardado del frío, rodeados de verde y de las piedras de un antiguo hospital, habitado ahora por libros. Vino tinto para mí, cerveza para ti y el tabaco sobre la mesa. Poco a poco fuimos entrando en calor y soltando las palabras, las historias, las dosis justas de pasado, presente y futuro. Sacaste el tema de los amantes y los amores, un poco pronto para mi gusto. Conocer demasiados detalles sobre la vida sexual o sobre las torpezas emocionales que irremediablemente todos tenemos que confesar, si queremos ser honestos, cumplidos los treinta, puede convertir la cita en una especie de terapia. Yo opté por hablarte solo un poco de los amores, y tú combinaste algo de ambas cosas con los detalles justos para situarte en el terreno del solitario por cansancio del amor, pero amigo de las aventuras. Me quedó claro y me pareció bien.

Como el etanol en sangre había ido subiendo después de dos rondas, optamos por cambiar de escenario para la tercera. Tus ojos no se habían distraído ni un momento de los míos que, más huidizos, iban buscando rutas alternativas. Si recuerdas, fue al salir del bar cuando de golpe hubo el primer instante de miradas mantenidas, y yo te dije que notaba los efectos del vino y tú respondiste que tenía las pupilas muy dilatadas. En realidad lo que pensé en ese momento fue en francés, herencia de un pasado de inmersión lingüística y sexual en el país vecino, porque disimula en una fonética dulce las ganas de provocar la detonación: tu m’allumes… es así de simple.

Me callé, y empezamos a andar por las callejuelas del Raval, hasta que pasamos por delante de un pequeño bar viejo y mugriento, lleno hasta los topes, donde iba a empezar un recital de poesía. A mí me apetecía entrar, te pareció bien. Con dificultad y, esta vez sí, con un obligado y bienvenido contacto físico, logramos situarnos al final, junto a la barra y con un pie, más bien ambos, en la esquina improvisada que serviría como escenario y de donde resultaría complicado salir antes del final. Reconozco que asumí un riesgo considerable echando ese tipo de leña al fuego; antes de aquel día nunca te había interesado mucho la poesía, y si no hubieran sido buenos los poetas podría haber perpetuado o incluso fomentado tu desinterés por ella, o por mí. Pero estuvimos de suerte y añadimos aquel espectáculo al museo y la terraza, y le sumamos la tercera ronda a la gradación creciente del deseo.

Después del recital recuerdo solo una aceleración progresiva de los acontecimientos, una reacción explosiva en cadena que animada por un viento favorable desembocó en un incendio declarado, previsible. Te lo resumo como lo sentí, en montaje por corte: pienso qué buenos estos poemas y verte aquí en medio de toda esta gente, se acaba y tenemos hambre, salimos y compramos algo para llevar, comemos y entramos en un bar de copas donde la cuarta es ya la de ron y las distancias se acortan, y tú me miras y yo te miro, y sigo pensando en francés y salimos a la calle y otra vez me toca decidir adónde te llevo, y llegamos a mi moto, nos ponemos el casco, y te propongo llevarte a mi casa, y te parece una gran idea, y me pones las manos en la cintura, y me besas en el ascensor del aparcamiento y cuando entramos por fin en territorio seguro, todas nuestras cargas inflamables le prenden fuego a la casa, nos rodean las llamas y, sin buscar la salida, nos quedamos dentro en pleno incendio.

Lo que viene después de eso siempre sucede sobre las primeras cenizas. Por eso quiero dejar la carta en ese punto de origen, para preservarlo del resto como en un tubo de ensayo. Ahora que te quiero, que prendemos fuego a la casa casi todos los días y sin extintores, vuelvo a la primera vez y sé que solo durante aquellas horas sobrevivió la posibilidad de un final feliz.

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