24.1.10

El sobre (Carlos Chacón, Opción B)

El sobre permanecía cerrado, nunca lo abriría. Supe que podría quedarme sentado en el sofá, marchitándome, para siempre, con el televisor encendido y las ventanas tapiadas. Nunca abriría aquel sobre arrugado, sucio, al que me aferraba con todas mis fuerzas, como los héroes de hollywood se agarran a un saliente o una rama cuando están a punto de caer por un acantilado en un plano perfectamente cenital.


Pero sonaba constantemente el teléfono y eso sí que no iba a ser capaz de ignorarlo. Una vez más miré el aparato, repiqueteando maliciosamente y encerrando un futuro que yo intentaba negar. Cuatro, cinco, seis veces al día, semana tras semana desde que recibiera la carta. Pero aquella tarde fue diferente, porque a la cuarta llamada alguien cogió el teléfono. No, no fui yo.


Tardé bastante en reparar en ello porque en el televisor, de pronto, la película se había pasado al blanco y negro y los actores llenaban el salón con sus voces de galán doblados al castellano. Justo cuando en la pantalla alguien sacó un revólver, el teléfono calló por fin. Pero entonces, a un metro de mí, “dígame”.


Giré la cabeza y allí estaba mi abuelo, que mientras hablaba me miraba fijamente, reprochándome algo con sus labios gruesos. Yo hice ademán de levantarme, pero una mano me cogió del brazo, y era una mano firme, fuerte. Mi padre, sentado junto a mí, no me miraba: se reía a carcajadas de la película -no entendía por qué, tan sólo habían acribillado a alguien-, pero su brazo contradecía su risa: me empezaba a hacer daño. Entonces mi abuelo colgó y le dijo a mi padre, con los ojos tristes “ya es la hora”, a lo que el otro respondía “no, hoy no va a poder ser” sin dejar de reírse, y mi abuelo volvía a decir “ya es la hora”, y mi padre, llorando de la risa, “no, hoy no va a poder ser”, y así una y otra vez en un bucle que me volvía loco. Por eso me zafé de la mano como pude y salí corriendo del salón, pero al cruzar la puerta aparecí, de nuevo, en el salón.


Con otra pintura, otros muebles, otra luz. Iba tan deprisa que tropecé con un ataúd situado en medio de la estancia. Cayó al suelo. La tapa se abrió y allí estaba mi padre, muerto, pero esta vez no reía y eso me alivió. Mi madre, mi hermana, mi abuelo, algunos vecinos, se acercaron al cadáver y le arrimaron mecheros y cerillas pero la ropa de mi padre no acababa de prender. Asustado, aparté de un manotazo a mi hermana -que era la que con más saña intentaba incendiar a mi padre- y, cogiendo el cuerpo sin vida, emprendí la huida. Pero de nuevo -no me soprendió, de hecho, sentí curiosidad al atravesar el quicio de la puerta- aparecí en el salón, ya sin mi padre en mis brazos.


Entonces caí.

Y por un instante, creí que seguiría cayendo para siempre.


Pero fue sólo un momento, porque enseguida mi cuerpo aterrizó sobre el suelo, que era de barro. Pensé por un momento en mi moqueta, pero alguien empezó a disparar en mi salón, como disparan los gángsters desde el coche cuando quieren liquidar a un soplón o a un miembro de otra familia. Me di cuenta entonces de que estaba en un agujero, una trinchera, y de que a mi lado un tipo de veinte años se cogía el casco y lloraba. Tenía mi cara, mis ojos, supe que era mi hijo. Julio pegando tiros en una guerra de trincheras, con una ametralladora antigua, anacrónica. “Me estoy volviendo loco”, recuerdo que pensé, y enseguida otro soldado saltó a la trinchera, sin duda un enemigo, por la mirada que le dirigía a Julio. Yo todavía sostenía la carta en mi mano, sucia por el sudor y el polvo. El otro soldado enseñó los dientes y su bayoneta y quiso matar a mi hijo, pero le salté encima y, con una piedra, empecé a golpearle la cabeza, una y otra vez, una y otra vez, pero no lograba herirle, y al cabo de unos segundos estaba exhausto. Me di cuenta de que machacarle la cabeza a alguien no es sencillo, y además aquel bucle sin sentido me estaba desquiciando.


Fue entonces cuando mi hijo me disparó y, como pude, me levanté y me tapé la herida con la mano –en la barriga- y busqué la puerta, la puerta del salón, y la vi pero estaba tan lejos y debía cruzar el campo de batalla. Miré hacia atrás fugazmente, y cuando vi a Julio apuntándome me decidí y salí de la trinchera, y la verdad, no sé qué me daba más miedo, si llegar a la puerta o caer fulminado en mi huida, agarrando un sobre ahora teñido de rojo y todavía sin abrir.

3 comments:

  1. Creo Carles que te metes en un berenjenal, y sales tremendamente airoso. Me explico: Haces un relato dónde describes una locura, o una alteración de la realidad, para mí eso es muy complicado desde una primera persona y más cuando describes acciones como una caída o un cambio temporal.
    Sin embargo, por tu manera de narrar, vas entrando en ese juego sin hacer preguntas y te conduce por su deformación hasta el final del relato, tan bucle con el principio.
    Luego, pues yo dejaba siempre al hijo como hijo o como Julio, sin alterar la nomenclatura.
    ¡Ole!

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  2. Anonymous11:09 PM

    No es la primera vez que te llevas a tu terreno el relato de subperspectiva. Haces con ellos lo que la primavera con los cerezos, lo que la pubertad con las hormonas. Los personajes, los objetos y los espacios de tu relato sueñan con un baile de disfraces, y ninguno quiere despertarse. (delfín)

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  3. Sí, la verdad es que dominas la subperspectiva. No sé porque ese Julio me recuerda a Cortázar.

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