24.1.10

Javier López Menacho - De viaje (Opción B)

V

iajo en metro. Juraría que sostenía un tebeo entre mis manos y me acompañaba mi bolsa de deporte, y en un abrir y cerrar de ojos, encuentro esta novela de “El Gran Gatsby” y me parece escuchar la risa de Fitzgerald propagándose desde el más allá, burlándose de mí. La bolsa ya no existe en esta estación.

Mis manos no parecen mías sino unas prestadas, las de alguien adulto y robusto, las de otro lastrado por una juventud adherida a las paredes de su memoria, alguien que enfanga el piso con cada paso que da, que deja escapar la vida mientras su otro yo no le da tiempo a despedirse antes de ser absorbido por un lodo negro que todo lo tapa con una cortina de olvido.

Noto mi mandíbula encajándose de manera semejante a la del muñeco de un ventrílocuo, y los dientes ásperos desprendiendo el aliento astringente de una vieja botella de Bourbon. No me reconozco al reflejo de esta cristalera que me acompaña, me entiendo amorfo entre sombra y sombra de cada parada de metro, casi tan anónimo como los rostros que me acompañan. Ahora sí debería fijarme en la deformidad de sus caras, en los ínfimos detalles que los hacen reconocibles, en sus miradas, en el arqueo de sus cejas, en el temblar de sus piernas. ¿Son los mismos que venían acompañándome paradas atrás? Y es que a veces vivo y no vivo, voy de prestado y no atiendo al paisaje, actúo como si el mundo me debiera atención y no al contrario; pero qué desagradecido, quizás por ello no soy quién creía ser, quizás por eso soy prisionero de mis recuerdos y no entiendo más allá, ni sé cómo llegué aquí a la mañana, ni que soy, ni que seré… lo cual ni siquiera es recuerdo. Reaparecen las sombras y todo se asemeja a una estampa imaginaria. ¿Será mi piel consecuencia de un prematuro y repentino envejecimiento o simplemente me imagino joven cuando ya no lo soy tanto y está sucediendo justo al revés de cómo lo estoy sintiendo?

Percibo en fotogramas el cambio de estación y me hago nuevamente mayor, aún más que antes, al final, otra persona distinta. Algunos años más, aunque no sabría precisar cuántos. Sorprende envejecer de pronto, sentir que vas amoldándote a la premonitoria traición de tu cuerpo, de la manera a la que un líquido se hace al envase, aceptando el caprichoso dictado del tiempo. Ahora luzco una cicatriz en mitad del brazo y casi ni me inmuto, pues echando la vista atrás comprendo que me la provoqué jugando con mi hijo. Como a vista de vidrio mi mente resalta las imágenes de una caída, los cristales esparcidos junto a mi cuerpo y un ligero derrame de sangre. Un momento, ¿mi hijo? ah sí, tengo un hijo, claro, y también mujer, y ahora al pensarlo la echo de menos, extraño su cabello deslizándose sobre mi vientre… pero eso era antes, cuando éramos tan jóvenes que aún no existía Saúl. Debería levantarme del asiento con las manos agarradas a mi cabeza, tirar el libro sobre la cristalera y vocear mis lamentos. ¿Por qué? ¿Por qué a mí y no a otro este viaje demente, por qué aguantar un aluvión de imágenes sin buscar al culpable, y si soy yo, por qué no saltar del tren en marcha y dejar que este cuerpo termine descuartizado, abandonado a partes en mitad de las vías? Por el contrario, permanezco sentado, enfundando mi alma en esta nueva cubierta, dejando pasar las estaciones. Mi libro ha cambiado, ahora es El siglo de las luces, de Alejo Carpentier.

Es entre pestañeos cuando la luz vuelve y heme aquí en una nueva parada de metro. Estoy fatigado, con una barriga de más y pelo de menos, la calvicie engulle mi pelo que se perfila cómo posterior adorno del peine, las manos agrietadas en indescifrable jeroglífico, los ojos ocluidos cómo un anciano bebé y este indómito dolor del nervio ciático, propio del insurgente ya vencido, de quién renuncia al reto de retar al tiempo. Para colmo, delante ya no están los que eran y ahora veo a una mujer con su alegre vástago mirándome pasmado desde el asiento del carro, restregando su temprana edad por mi conciencia y torturándome sin misericordia. Me consuela pensar que le pasará lo mismo, que se pudrirá igualmente envejeciendo en otro vagón que le conduzca al desconsuelo. No, no. Me arrepiento y me apena lo que recién he pensado, pues asocio ese chico a mi sobrino, un nuevo sobrino que se manifiesta ahora en mi cabeza. Entiendo pues estos recuerdos como míos y contemplo a mis hermanos adultos atendiendo a sus familias y a mis padres ya ancianos vendiendo por fin su casa y paseando por la playa hasta superar el infinito. Luego me observo otra vez en la cristalera, de nuevo más viejo, mayor, no anciano pero sí mayor, cómo cuando éramos críos y decíamos “éste o aquel es una persona mayor”. Soy entonces el reflejo, lo que veo y no lo que vi, un jovencito apenas unas paradas atrás. Sostengo un libro de ensayos de Ortega y Gasset, y miro alrededor sin articular palabra, bordeando en espiral lamentos por un tiempo perdido.

Otra parada más. Ahora voy vestido como el anciano que soy y una fina tela me separa del mundo. He sustituido el libro por un bastón que descansa entre mis rodillas. Tengo las uñas azafranadas y mugrientas, padrastros que estorban unos dedos con la piel asfixiada, raspándose al tacto recíproco que les impongo. Siento el vello fugitivo escapando de mi nariz y asomándose al vacío, lo siento también en mis oídos dibujando caracolas y entonces me percato que mis orejas son de algún modo gigantescas, enormes para las que fueron y más propias de un elefante. Mi nariz también ha crecido. Soporto mis piernas flacuchas, calvas y débiles agradeciendo al suelo su apoyo. Noto mis ojos anquilosados y extenuados del uso, suplicando descanso eterno. Definitivamente se acaba mi tiempo, en apariencia eterno cuándo subí a este vagón. La vida ha pasado delante de mí y ni siquiera he podido guiñarle un ojo. Mis recuerdos se alborotan en la antesala de mi mente buscando la excelencia de que algún día disfrutaron. Me entretendrá un rato ordenarlos, al menos el tiempo que ocupen estos pasajeros en apearse sin decir adiós, dejándome solo y viajando a oscuras hasta la siguiente parada.

Sospecho que la luz no volverá al próximo abrir y cerrar de ojos.

3 comments:

  1. "Siento el vello fugitivo escapando de mi nariz". Jajajajajaja (risa de Fitzgerald).
    Me gustó. Juega con muchas metáforas de vida. Me dio sensación de claustrofobia, porque sentí como si pasáramos toda la existencia sentados en un asiento de metro. Podría sacar una frase, partiendo de la estación Calderón de la Barca: "La vida es un metro y los metros, metros son".

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  2. El texto me parece magnífico. Le das un ritmo endiablado a esos recuerdos metaliterarios e imaginativos que se agolpan en la mente del narrador. Si hacía falta ser centrípeto, ahí lo tenemos. Sólo me chirría un poco la frase que se inicia con "Y es que a veces vivo y no vivo..." Veo que es necesaria para el texto porque en ella revelas la mecánica utilizada, pero no sé, el estilo es más de circunloquio, yo diría lo mismo de una forma más directa, en analogía al resto.

    En todo caso, enhorabuena López.

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  3. Anonymous9:52 AM

    ¡Menudo viaje! Me hace pensar en una condena eterna en el circular de Madrid. Las descripciones están bien logradas y también creo que percibir ese limbo en el que los personajes de Beckett no pueden sino realizar un acto último: el de la rememoración incesante de la conciencia.

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