24.1.10

Las espaldas de aquel muchacho (Delfín G. Marcos, opción B)

A Marisa le gustaban las mañanas por encima de cualquier otro momento del día. Todas las noches, desde que perdió su trabajo en la oficina, sonaba su despertador a las nueve. No tenía ninguna obligación de levantarse temprano, pero lo hacía. Después de ducharse, tomaba café en el bar de la esquina. Un café sólo, sin leche, con mucho azúcar. Miraba uno por uno todos los anuncios clasificados del periódico y, aunque buscaba ofertas laborales que le interesasen, también leía los de contactos, y los de compra-venta. El resto de noticias no le interesaban. Sorbos de café, largas miradas siguiendo vidas anónimas, cigarros apurados hasta la esponjilla.

Aquel día se sintió con suficiente ánimo como para cambiar de camino hacia mercado. Eran las diez y media de la mañana. Aún podía sentir el frío de la noche pasada. Marisa pegaba los brazos a su cuerpo para que el frío no calase, y apretaba con ello su bolso de piel marrón contra su costado. Su cuerpo, en posición aerodinámica, ofrecía menos resistencia al viento, y le permitía caminar a paso ligero hasta la siguiente esquina soleada. Fue entonces cuando sintió que su bolso tenía prisa por llegar, y que avanzaba más rápido que ella. Lo agarró para que no se escapase, cuando se percató de que un muchacho desconocido estaba tirando de él y, por consiguiente, de ella, con fuerza. Pensaría él que Marisa lo soltaría, pero tenía bien sujeto su bolso y no estaba dispuesta a perderlo. El muchacho comenzó a correr, y el cuerpo de ella perdió el centro de gravedad, y se dejaba arrastrar por las calles estrechas, girando bruscamente en las esquinas, golpeando sus tobillos contra el suelo. Despegó levemente, y su cuerpo ondeaba a merced de la fuerza del muchacho, como una bandera, y ninguno de los dos desistía, cada uno en su empeño. Marisa sólo podía ver de la calle que se movía a cámara rápida, tanto que parecía estar sujeta al ala de un avión en pleno vuelo. No había nadie que la socorriese en aquel barrio de gente trabajadora. El muchacho miraba al frente y Marisa, por lo pronto, sólo conocía de él su espalda.

Después de horas de vuelo raso, el barrio tocó su fin en un descampado. La hierba crecida le hacía cosquillas en las piernas. El muchacho giró su cabeza para corroborar que allí seguía, clavando sus ojos en los de Marisa. Ella vio en su rostro el reflejo del miedo. Parecía aterrado por lo que estaba haciendo. Pensó de inmediato que el muchacho tampoco tenía trabajo, y que se veía obligado a robar para poder comer. No parecía ser demasiado mayor, quizá rondase los 35, pero se conservaba verdaderamente bien. Marisa se planteó soltar el bolso, ya que no llevaba más de 20 euros en el monedero. Además, su móvil había quedado obsoleto. Sin embargo, algo la impulsó a no hacerlo. Quizás fuesen los ojos de aquel muchacho, o la historia que escondía tras su mirada.

Reconocería su sudor sin dudarlo. Empezaba a resultarle agradable aquel olor a cebolla cruda que desprendían sus axilas. Pensaba que, si él no tenía inconveniente en llevarla consigo a rastras, seguiría allí colgada para intentar comprender su situación. Si le importaba el bolso no era por el contenido, sino por ser el billete de ida de aquel viaje.

La ropa del muchacho hablaba, y decía que llevaba varios días usándola. Parecía haber pasado largo tiempo en el mar, por su piel morena y cuarteada, por su olor a salitre y su fuerza descomunal. Su barba poblada insinuaba a Marisa que el muchacho tenía paciencia por conseguir lo verdaderamente importante en la vida.

El viaje se prolongó el resto de la mañana y durante toda la tarde, y Marisa descubrió un viejo molino rodeado de magnolios, y un estanque aún mayor del que ella acostumbraba a visitar en la infancia, iluminado por el sol anaranjado de la tarde, rodeado de un frondoso bosque. Cuando comenzaba a hacerse de noche ya habían llegado a un río caudaloso, una lengua de agua que se abría paso por la ciudad y el campo hasta el mar. A pesar de la belleza de la escena, Marisa comenzaba a tener sueño, y sus fuerzas flaqueaban. Normalmente, sus noches traían el olor a azufre de su habitación, pero esta era diferente. El olor de las flores de río en nada recordaba al del azufre.

Era capaz de sentir cómo sus dedos empezaban a escurrirse por el asa del bolso, pero no podía hacer nada para evitarlo. Lo único que pudo hacer fue gritarle al muchacho, invitarlo a que parase para así no hacerse daño con la caída, y para que le contase historias de la mar, y de su infatigable vida. Pero él quizás no la escuchó, o no tenía fuerzas para hablar, y Marisa cayó a orillas del río. Desde allí lo vio alejarse, sin mirar atrás.

No sabía donde estaba. Tampoco qué hora era, ya que el móvil se fue con el bolso, y éste con el muchacho marinero. Volvió a casa caminando por el margen del río. Tenía sueño y, por primera vez en mucho tiempo, le apetecía dormir a pierna suelta, sin la necesidad de despertarse temprano.

5 comments:

  1. Delfín, como siempre dinamitando los puentes entre lo real y lo fantástico...

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  2. Me declaro fan del estilo Delfín, a veces muy realismo mágico. Y creo que tener un estilo es algo bueno, que ser reconocible es un punto a favor, y que Delfín tiene una voz narrativa, sobre todo en omnisciente, muy personal.

    En este relato creo que cumple lo que había que hacer a la perfección, quizás alguna labor de poda en algunas frases, o de construcción (solo conocía de él su espalda, por ejemplo).

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  3. Muy onírico. Y muy hilarante además de la carga social que hay en el texto. Coincido con Javi en que cumples a la perfección lo que había que hacer.

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  4. Anonymous10:11 AM

    Delfin, destaco sobre todo la metáfora del narrador que se deja llevar por esas historias que buscamos o que, muchas veces (como en este caso), nos encuentran.

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  5. Anonymous10:13 AM

    Olvidé ponerle mi nombre al comentario anterior: Hernán.

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