24.1.10

UCI (Carlos Gámez, opción B)

Abandono mi puesto de trabajo pasadas las doce. Mi jefe se enfada pero le convenzo con la excusa del estado de salud de mi padre. Tomo el transporte público. Salgo del metro para dirigirme al hospital. Entro en la UCI durante el horario de visitas. Aprovecho el caos que rige el lugar para evitar la vigilancia de las enfermeras. Me acerco hasta la cama de mi padre. Examino el catéter venoso central que le colocaron en el cuello y que suministra medicación a través de su aparato circulatorio. Escucho los gemidos de la bomba de oxígeno. Extraigo la jeringuilla de 100 cl comprada en Internet. La libero de su correspondiente envoltorio de plástico y la lleno de aire. Desconecto la sonda del catéter. Las costras de sangre seca se desmenuzan entre las puntas de mis dedos. Aprovecho la estructura del aparato para introducir mi jeringa por la cavidad plástica. Envío los 100 cl de aire a sus venas. Reitero la operación para asegurar el éxito de mi plan.

Mi padre pesa unos 65 kilos y el aire inyectado en su sistema circulatorio es más que suficiente para provocarle un embolismo aéreo y posteriormente un paro cardíaco que, debido al frágil estado de su corazón, acabará con su vida sin que la autopsia revele una manipulación externa.

Analizo los efectos de mi acción. Los tubos y la mascarilla dificultan la visión pero observo el rostro de dolor de mi padre. Después los ojos fuera de sus órbitas y el estertor final, que noto al sentir la fuerza de su mano, que he agarrado por última vez pese al débil ademán de rechazo que ha ejecutado con su brazo. Al final, el desplome sobre la cama articulada de la UCI. La máquina que controla las constantes vitales ha dejado de producir esos pitidos periódicos para hacer sonar la alarma que avisa de su defunción.

En ese momento suelto su mano, ya inerte. Guardo la jeringa en un bolsillo y salgo como una exhalación. A paso ligero aunque sin correr, no vaya a ser que levante sospechas entre el personal sanitario. Las enfermeras ni se han enterado de mi presencia. Atienden a familiares de pacientes recién ingresados.

Atravieso la entrada principal del centro médico. En la cafetería aparecen los primeros clientes para almorzar. Decido dar un paseo por los alrededores. Antes me encamino a un contenedor de reciclaje de residuos y me deshago de la parte plástica de la jeringa. En el bolsillo guardo la punta metálica que lanzaré a la basura esta noche.

Evito la contemplación de la primera línea de mar. Esa falsa imagen de la ciudad que tanto seduce a los turistas, siempre en eterno estado de animación, incluso en invierno, y que tan ajena fue a la vida de mi padre. Resuelvo perderme por las calles desiertas de la Vil·la Olímpica. Contemplo las viviendas del barrio, nuevas, asépticas, sin personalidad. Posteriormente entro en un bar, uno de los pocos comercios abiertos. Pido una cerveza al camarero. La saboreo con deleite. Todo ha salido a la perfección. Miro alrededor. El local está repleto. Tiene el aspecto usual de un establecimiento con menú diario. En la televisión, un programa telebasura previo a los informativos. Quedo hipnotizado por la pantalla con la cerveza en la mano. Decido salir del local coincidiendo con los titulares del telediario. Me siento en el banco de un parque. Allí permanezco. Miro los coches que pasan. Hasta que empiezo a observar a los niños regresando del colegio cogidos de la mano de sus padres, alegres, juguetones. Explican las vicisitudes del día. Las orgullosas miradas de sus progenitores al escucharles revelan las esperanzas puestas en ellos. Pero es entonces cuando me llama mi hermana para comunicarme el fallecimiento de mi padre.

Cuando regreso a la UCI encuentro a mi hermana ubicada en una incómoda silla de plástico de la infame sala de espera de los enfermos críticos. Llora aislada de la vista del público.

No sospecha que lo sé todo. Me dice:

-Papá ha muerto esta mañana.

Me aproximo a ella. La abrazo y contesto:

-Por fin descansa.

Se acerca quien hasta hoy ha sido el cardiólogo encargado de la salud de mi padre y nos da el pésame. Explica la causa del fallecimiento. Utiliza el mismo lenguaje neutro y distante que hacía servir cuando nos informaba del estado del paciente. Me apropio de esas frías palabras para acometer contra él y contra la gestión del hospital, no vaya a ser que tenga algún atisbo de sospecha de lo ocurrido. El médico se va, indiferente. Entonces, los otros asiduos de la sala de espera de la UCI, los familiares de otros enfermos graves que hemos ido conociendo estos días en esa inhóspita sala de espera, se aproximan a nosotros para intentar consolarnos. En cualquier otro contexto hubiéramos sido para ellos unos completos desconocidos. Intento disimular mi frialdad entre los apretones de manos, las lágrimas y los besos. Llamo por teléfono al trabajo. Dejo un mensaje explicando que mañana no podré ir dadas las circunstancias. En el exterior es noche cerrada.

4 comments:

  1. Carlos, tu relato hace daño. El primer párrafo es demoledor. La parte del paseo, sin embargo, le quita graduación al asunto... ¿No crees?

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  2. A mí este relato me ha gustado porque tiene redondez, acaba como empieza. La parte del paseo creo que es una manera de llevarse a ese protagonista a una imagen "normal" que ya no puede vivir, la experiencia de unos hijos contándole asuntos mundanos a sus padres. Por tanto, lo veo bien. ¡Bien Gámez!

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  3. Soy yo el del anterior comment :D.

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  4. "y salgo como una exhalación"...wow.

    Tiene ritmo respiratorio...la primera parte se nota, como te digo...entrecortada, casi ausente, el paseo es una larga exhalación de deber cumplido, de ojos que se relajan, de actitud de espera. Es muy bueno y...valiente. (Giovanna)

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