24.1.10

Mal día para empezar (Hernán Francese, opción B)

Mal día para empezar

El dolor de cabeza propio de una fuerte resaca lo despertó un mediodía de agosto en una Barcelona intoxicada de sol. "Maldito lunes, ¿qué hora es?", se preguntó. Y al comprobarla saltó de la cama calculando con premeditación los pasos que debía realizar, sin demoras, para llegar cuanto antes al trabajo. Simplificó al máximo los quehaceres matinales en una ducha rápida, dejando para otro momento el desayuno y el cigarro, al tiempo que elaboraba posibles excusas que justificaran su retraso ante el inevitable comentario de su jefe. "Esta vez me va a echar", pensaba mirándose al espejo mientras se anudaba la corbata.

Bajó las escaleras de dos en dos y al atravesar la puerta de entrada todo el peso de aquél esplendido sol cayó sobre sus enrojecidos ojos. El calor, era ya mediodía, sofocaba hasta las encogidas sombras que buscaban evadir la verticalidad del cénit. Buscó en su maletín las gafas de sol que le permitieran levantar la vista del suelo y ver un poco más allá de la pobre perspectiva que le ofrecían las alineadas baldosas; las había olvidado y no podía volver sobre sus pasos. Posó la mano en horizontal sobre su frente en un intento por divisar la calle y fijar la dirección de su camino: lo observó libre de obstáculos. Por delante quedaban dos calles hasta la boca del metro. Emprendió el camino con la mirada fija en las puntas de sus zapatos que aparecían desaparecían aparecían desaparecían tratando de mantenerse en línea recta, sin salirse del carril conformado por las cuadradas baldosas que le servían de guía. Una sensación de vértigo lo invadió de forma repentina haciéndolo trastabillar, pero no cayó gracias a un preciso reflejo de sus brazos que, extendidos y agitándose en el aire como los de un equilibrista, lo estabilizaron. Ningún testigo de la ridícula proeza justificó su sonrisa y pudo continuar la marcha, ahora acelerando el paso, hasta perderse de vista en la esquina.

"Esta vez me va a despedir, me va a despedir si no me ha despedido ya", especulaba agobiado por los nervios y por el vaho sofocante que exhalaba la boca de ingreso al metro. Divisó a un abuelo delante de él que, plantado ante la máquina de acceso, obstaculizaría su entrada, demorándose en el modo correcto de introducir el billete que le sería por segunda vez rechazado. Previsor, eligió otra de las máquinas que sorteó sin dificultad y descendió hasta el andén ayudado por la velocidad añadida de la escalera mecánica. Buscó el teléfono móvil con el fin de saber la hora, pero con la prisa lo había olvidado. Por suerte, pudo comprobarla en las verdes letras del panel que también indicaba el próximo arribo en cuatro minutos. "No voy con retraso, llegaré a hora", se dijo para sí ya más tranquilo, aunque continuó cuestionándose su particular obsesión por la puntualidad, recordando que en más de una ocasión le había generado problemas. Durante ese tiempo de espera, de haber sido posible y pese al asfixiante calor subterráneo, hubiera deseado acompañarse de ese primer cigarrillo que aún no había fumado. Transpirado y sin poder hacer otra cosa que esperar, se aflojó el nudo de la corbata. Se sentó sin dejar de contemplar los segundos del panel transcurriendo en cuenta regresiva. Pensaba en la rutina que le depararía su vuelta al trabajo después de aquellas vacaciones de verano a las que no había ido a ninguna parte. Se sentía culpable por haber desperdiciado el tiempo. No comprendía cómo el mes entero se había contraído en lo que se figuraba como apenas un largo y único día, como una eterna tarde de domingo. Faltando un minuto vio al abuelo que, portando un grueso periódico, se le acercaba sonriente, con una lentitud y seguridad propias de una tortuga.

-La prisa mata al joven- dijo. Y agregó: -Eso es una ventaja que sólo conoce quien, como yo, es lento y viejo.- dejó caer al pasar a su lado al mismo tiempo que el metro llegaba. No valía la pena contestar y aunque deseaba hacerlo, la frescura que emanó de la puerta del vagón al abrirse, trocó la respuesta en un seco pero cortés: -Después de usted.

El vagón no estaba completo pero aún así decidió no sentarse: el trayecto que recorría consistía en apenas tres paradas. Viajaban con él, además del mencionado anciano, un grupo de turistas altos y rubios, seguramente nórdicos, con sus mapas y cámaras de fotos, una pareja de jóvenes sudamericanos que escuchaban música a través unos auriculares que compartían, y un grupo de chicos vestido de playa. Pocos pasajeros bajaban y subían con el cambio de estación. Sin saber por qué, la contemplación de aquella escena urbana lo embargó en una efímera sensación de distención y placidez que habría deseado prorrogar si no hubiera llegado el turno de bajarse.

Si bien el trayecto hasta el trabajo era corto, la distancia se vio interrumpida a mitad de camino por la inequívoca imagen de un grupo de hombres y mujeres que, vestidos de castellers, le confirmaron con su presencia que aún no era lunes, sino domingo.

1 comment:

  1. Anonymous4:02 AM

    Muchas veces la rutina, el miedo a no poder cumplir con las obligaciones nos paraliza. Me gusto el cuento, vivencias muy reales y convincentes.

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