28.1.10

"Kramer versus Kramer" por Nada Marrazzo (Opción B)

“Kramer versus Kramer” por Nada Marrazzo (Opción B)

La ciudad yacía a sus pies ruborizándose en los primeros rayos del amanecer. Abajo, en sus abismos, quedaban apagados los murmullos del tráfico mientras un helicóptero zumbaba alegre en la cercanía. Tuvo que entornar los ojos para que la cascada de cristales que tenía en frente no le cegara con el reflejo del alba. Estaba colgado en una plataforma de acero suspendida a doscientos pies sobre la dura realidad del asfalto. Aunque nunca miraba hacia abajo, la conciencia del vacío estaba allí. El miedo, agarrado como una lapa a sus entrañas, le avergonzaba cada día, pero no hacía nada para desalojarlo. Se quedó mirando un ave cuyo vuelo quedó suspendido en el aire frío de la mañana. A lo lejos, las siluetas centelleantes de monolíticos rascacielos.

A través del vidrio ahumado vio cómo las oficinas del trigésimo piso empezaban a hormiguear con las personas de la limpieza, sus carritos y sus caras extraviadas por el sueño. Un par de ellas le saludaron con la mano en alto y un “¡Buenos días!” adivinado más que oído. Sintió algo similar a la alegría y, apurado el café que quedaba en el fondo de su termo, agarró enérgicamente las herramientas de trabajo y empezó a sacarle brillo a aquellas superficies evanescentes. Aunque no le gustaba estar solo, agradeció profundamente el silencio aquel día. De repente pensó que si lograba despachar temprano los diez pisos que le tocaban, podría visitar a su madre al otro lado de la ciudad. Le llevaría flores y hablaría con ella. Esta resolución le hizo sentir bien. No veía a su madre desde…Sí, hoy iría a verla, pero antes terminaría su trabajo y lo haría bien, como siempre, a pesar de todo.

Al cabo de media hora, accionó la palanca y con un ligero zumbido la plataforma se desplazó al piso superior. Sintió la brisa en las mejillas y el acoso del vértigo en el bajo vientre. Adentro, el ascensor en aquel momento se abría y regurgitaba oficinistas con sus maletines, sus tazas humeantes de poliestireno, sus caras edulcoradas. Los vio conquistar los espacios como quien marca territorio y todo el ritual le resultó muy familiar. Algunos ojos llegaron hacia él observándolo con el mismo interés con que se mira a una mosca posada en un vidrio, sospechó que, de estar a tiro, lo habrían aplastado con la misma crueldad. Siguió su trabajo con esmero, quitando cada mota, cada sombra y luego subió una vez más. Y una más.

Había una reunión en las oficinas de Kramer & Sons, John Kramer estaba de pie, un vejestorio enfundado en un traje hecho a medida por algún sastre obsequioso de Saville Row, al anular derecho un anillo gordo marcado con un oscuro monograma y ladrando como siempre recetas contra el desastre financiero a una mesa de caras atentas y rapaces. Cuando proyectó su sombra de insecto mecanizado en el interior, todas las caras, como girasoles buscando la luz, se volvieron hacia él, algunos bajaron los ojos avergonzados, otros le sonrieron evasivos, otros miraron a Kramer como esperando una señal. Kramer ladró algo y restableció sin esfuerzo la docilidad en la mesa. Habían borrado su presencia en menos de diez segundos. Vio su oficina, ahora ocupada por un joven de barba lampiña y mirada huidiza; vio a Tessi, la secretaria, ya próxima a la jubilación que, mientras ordenaba unas cartas, trataba de borrar una lágrima. Se la agradeció con una débil sonrisa pero sintió vergüenza. La vergüenza y la rabia le explotaron dentro con tanta violencia que accionó la palanca sin darse cuenta y dejó atrás y abajo su derrota en pocos segundos. Le pareció escuchar risas ahogadas y la palabra “escándalo” una y otra vez pero sabía que era imposible. Él estaba al otro lado del cristal; estaba al otro lado de todo. No le importó su huida aunque le temblaban las manos y se las miró asombrado. Pensó que eran las manos de un viejo, de un perdedor. Cuando levantó la vista, el cristal se había convertido en espejo y pudo verse. Se quedó largo rato perdido en la contemplación de si mismo.
Si alguien desde el interior de las oficinas hubiese mirado hacia fuera, habría visto a un hombre ya entrado en años, distinguido, a pesar de su ridícula uniforme de trabajo, suspendido en el aire por hilos de tristeza.

Apuró los pisos que le faltaban con una debilidad creciente, la enclenque alegría de la mañana se había esfumado quién sabe en qué sitio, sintió todo el peso de su edad en cada movimiento, en cada arco que trazaba con sus brazos. También el cielo le daba razón, el aire diáfano de la primera mañana había perdido la lucha con un tinte negruzco que amenazaba llanto. Recordó que quería ir a visitar a su madre, que el sendero del cementerio se volvería impracticable con la lluvia. Sintió un deseo punzante de estar con ella, amparado en su cercanía. Un ave negro, quizás el mismo de antes, rondó lanzando gritos de socorro y cortando el hilo del horizonte con sus alas. John Kramer Junior le siguió largamente con la mirada e, incorporándose de pronto, decidió imitar su vuelo.

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